lunes, 23 de octubre de 2017

Un pequeño paso puede cambiar tu vida.



Tu cerebro ama las preguntas.

Prueba este experimento. Mañana en el trabajo, o donde sea que pases el tiempo, pregunta a una de tus amigas el color del coche que está aparcado junto al de ella. Tu amiga probablemente te lanzará una mirada divertida y después admitirá que no tiene ni idea. Repite la pregunta al día siguiente y el que le sigue a éste. Al cuarto o quinto día, tu amiga no tendrá elección: cuando entre en el aparcamiento a la mañana siguiente, su cerebro le recordará que esa persona tonta (tú) va a hacerle esa pregunta tonta y ella se verá obligada a almacenar una respuesta en el banco de su memoria a corto plazo. Por este efecto le debes un agradecimiento parcial al hipocampo, que está situado en la parte mamífera (límbica) de tu cerebro y decide qué información almacenar y cuál recuperar. El principal criterio de almacenaje que tiene el hipocampo es la repetición, de modo que preguntar una y otra vez no le da al cerebro más alternativa que prestar atención y comenzar a crear respuestas. Las preguntas («¿Cuál es el color del coche aparcado junto al tuyo?») resultan ser más productivas y útiles que configurar ideas y soluciones en forma de órdenes («Dime el color del coche aparcado junto al tuyo»). 

Los resultados de mi laboratorio informal de pacientes y clientes corporativos sugieren que las preguntas son simplemente mejores para conseguir que el cerebro se involucre. ¡Tu cerebro quiere jugar! Una pregunta despierta a tu cerebro y eso le encanta. A tu cerebro le gusta incorporar preguntas, incluso las absurdas o raras, y reflexionar sobre ellas. La próxima vez que estés en un avión, haz una breve encuesta de las actividades de tus compañeros de viaje. 

Te apuesto a que encontrarás a mucha gente resolviendo crucigramas o sudokus. Los crucigramas, que son esencialmente series de preguntas, seducen a un cerebro que teme el aburrimiento que le espera durante el largo vuelo que tiene por delante. O fíjate en la falta de atención de un niño a las frases didácticas («Este animal es un perrito»), comparado con la manera en cómo se agrandan sus ojos cuando le haces una pregunta, incluso si tú eres quien va a suministrar la respuesta («¿Qué animal es? Es un perrito») Los padres saben intuitivamente cómo hacer preguntas y después responderlas, luego volver a preguntar y ver si el niño puede recordar la respuesta. Ellos entienden que el cerebro ama las preguntas. Una y otra vez, he visto efectos radicalmente diferentes entre hacer preguntas y emitir órdenes; y eso no sólo durante reuniones de negocios, sino en situaciones personales y también médicas. Por ejemplo, todos estamos acostumbrados a recibir instrucciones para mejorar nuestra salud, podemos recitarlas en sueños: llena la mitad de tu plato con frutas y verduras, reduce tu ingesta de grasas saturadas y transgénicas, haz ejercicio de manera regular, bebe bastante agua, etcétera. 

Pero esas órdenes repetidas, obviamente fallan en conseguir que la mayoría de nosotros nos involucremos, tal como lo atestiguan las tasas de obesidad, las enfermedades cardíacas y la diabetes. He descubierto que los pacientes de las clínicas de familia de la UCLA consiguen cumplir más exitosamente con las pautas saludables que se les indican cuando les sugiero que se planteen a sí mismos preguntas kaizen: 
• Si la salud es mi máxima prioridad, ¿qué debería hacer hoy de manera distinta?
• ¿De qué manera puedo recordarme a mí mismo que debo beber más agua? 
• ¿Cómo puedo incorporar unos pocos minutos de ejercicio en mi rutina diaria? 

Después de dejar que sus cerebros digiriesen estas preguntas durante unos días, los pacientes que anteriormente insistían en que no tenían tiempo para dedicarle a su salud comenzaron a poner en marcha formas ingeniosas para incorporar los buenos hábitos a sus rutinas. Una paciente empezó a llevar una botella de agua en su coche; incluso estando vacía, razonó, le recordaría que pensara en beber más agua, y lo hizo. Otra mujer, que por su agenda de viajes tenía dificultades para seguir una dieta para perder peso, decidió que continuaría pidiendo el plato principal que habitualmente tomaba en los restaurantes, pero que le diría al camarero que le pusiera la mitad de la ración en una bolsa para llevar, antes de servírselo. De esta manera, ella ni siquiera vio nunca la mitad que se llevaba a su habitación del hotel. A una tercera mujer, que sintió que tener una actitud más positiva le sería de ayuda, se le ocurrió la idea de oír el exuberante coro del «Aleluya» de Haendel, mientras se cepillaba los dientes cada mañana. 

Cada una de estas mujeres informó que estaba haciendo mejores elecciones de alimentos y disfrutando más lentamente de la comida, simplemente porque la pregunta directa —y repetida— había hecho que se volviera más consciente de su salud. Encantadas por las creativas respuestas que habían fluido y motivadas para seguir su propia inspiración en lugar de un edicto del médico, pronto estuvieron 35 buscando con entusiasmo medidas adicionales que podían tomar para la mejora de su bienestar.

Obviamente, no estaban haciendo ejercicio en la cantidad de tiempo recomendado o comiendo de acuerdo a cada una de las pautas nutricionales indicadas, pero esas mujeres estaban en el camino adecuado para alcanzar el éxito. (En el capítulo «Realizar acciones pequeñas», voy a plantear cómo las acciones pequeñas —incluso tan pequeñas como dejar una botella de agua en el coche— pueden contribuir a lograr objetivos aparentemente imposibles. Por ahora, es suficiente con entender lo útiles que pueden ser las preguntas pequeñas.)

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Un pequeño paso puede cambiar tu vida

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